viernes, 7 de septiembre de 2007

El Texto tradicional del Nuevo Testamento (1): Argumentos preliminares


Ofrecemos en las páginas que siguen una primicia en castellano, la traducción de la obra de John Burgon El Texto Tradicional del Nuevo Testamento. Ante la imposibilidad de publicar el texto en formato de libro impreso, queremos ofrecer entre tanto algunos de sus capítulos. Es una obra clásica de crítica textual en defensa del Texto Receptus del Nuevo Testamento, por uno de los eruditos más importantes, contemporáneo de Wescott y Hort.


INTRODUCCIÓN


Unas pocas observaciones al comienzo de este tratado, que fue dejado inacabado por John Burgon con su repentina muerte, pueden hacer más comprensible su objetivo y perspectiva a muchos lectores.
La crítica textual del Nuevo Testamento es una profunda investigación sobre cual es el texto griego genuino -el verdadero texto de los santos Evangelios, de los Hechos de los Apóstoles, de las Epístolas Paulinas y Apostólicas, y del Apocalipsis-. Puesto que ello concierne al texto solamente, está dentro del campo de la baja crítica, según la nomenclatura alemana, así como el examen crítico del significado, con todas sus referencias y conexiones concomitantes, constituiría la alta crítica. Es por esto que es el preludio necesario para cualquier investigación científica sobre el lenguaje, el sentido y la enseñanza de los diversos libros del Nuevo Testamento, y debe realizarse siguiendo principios científicos y definidos. El objeto de este tratado es llegar al establecimiento general de esos principios. Con éste propósito John Burgon ha despojado la discusión de todo disfraz extraño, y la ha llevado adelante lúcidamente en múltiples detalles, a fin de que el uso de términos difíciles o sentencias complicadas no pudiera sembrar alguna mistificación sobre la cuestión discutida, y para que toda persona inteligente interesada en estas cuestiones -y ¿quién no lo está?- pueda entender los asuntos y sus pruebas.
En tiempos muy antiguos, hubo muchas variaciones en el texto del Nuevo Testamento, y particularmente de los santos Evangelios. Nosotros trataremos principalmente esos cuatro libros como constituyendo el apartado más importante para acotar un área más pequeña, y por ser más conveniente para la presente investigación. Lo que suscitó en la Iglesia una gran diversidad en palabras y expresiones. En consecuencia, la escuela de teología científica de Alejandría, en la persona de Orígenes, fue la primera que encontró necesario tomar conocimiento de la materia. Cuando Orígenes se trasladó a Cesarea, llevó sus manuscritos con él, y parece que constituyeron el fondo con el que se inició la célebre biblioteca de esa ciudad, que más tarde fue ampliada por Pánfilo y Eusebio, y también por Acacio y Euzoio1, que fueron los sucesivos obispos del lugar. Durante la vida de Eusebio, sino bajo su cuidado y control, los dos manuscritos unciales más antiguos existentes hasta ahora descubiertos, conocidos como B y Alef, o Vaticano y Sinaítico, fueron realizados en forma elegante y exquisita caligrafía. Pero poco después, a mediados del siglo IV -como ambas escuelas de críticos textuales concuerdan- un texto diferente al B y Alef alcanzó aceptación general y fue aumentándola hasta ser el predominante en el siglo VIII, superando a los de finales del siglo IV, llegando a prevalecer de tal manera en el cristianismo, que el pequeño número de manuscritos concordantes con B y Alef no eran de compararse con los muchos que diferían de esos dos. Así, el problema del siglo IV anticipó el problema del siglo XIX.
¿Estamos a favor de que el genuino texto del Nuevo Testamento siga a los manuscritos Vaticano y Sinaítico y a los otros pocos que concuerdan básicamente con ellos, o seguiremos al cuerpo principal de manuscritos del Nuevo Testamento, que a finales del siglo en que aquellos dos fueron realizados, ya dominaban el campo de batalla, y lo han continuado dominando desde entonces? Ese es el problema que este tratado se propone resolver, es decir, cual de esos dos textos o conjuntos de lecturas tiene mejor testimonio, y puede retroceder en el tiempo mediante la evidencia más poderosa hasta los autógrafos originales.
Es necesario decir ahora unas pocas palabras para describir y dar cuenta de como esta actualmente la controversia.
Después de la invención de la imprenta en Europa, la crítica textual comenzó a emerger nuevamente. Su desarrollo se puede dividir en cuatro etapas, que podemos denominar respectivamente: infancia, adolescencia, juventud e incipiente madurez2.

I. Erasmo editó en 1516 el Nuevo Testamento sobre la base de un número muy pequeño de manuscritos, seguramente sólo cinco, reconocidos en aquella época. Seis años después apareció la edición Complutense dirigida por el Cardenal Ximenes, que fue impresa dos años antes que la de Erasmo. Robert Stephen, Teodoro Beza, y también los Elzevirs, como es bien conocido, publicaron sus propias ediciones. En la última edición de los Elzevirs, publicada en 1633, apareció por primera vez la expresión “Textus Receptus”, tan ampliamente usada. El único objeto en este período era adherirse fielmente al texto recibido por todas partes.

II. En el siguiente período, la evidencia de los manuscritos, las versiones, y los Padres fue recopilada principalmente por Mill y Wetstein. Bentley pensó en retroceder hasta el siglo IV para buscar una evidencia decisiva. Bengel y Griesbach enfatizaron sobre las familias y las recensiones de los manuscritos, que marcaron el camino para apartarse del estándar recibido. El cotejo de manuscritos fue llevado a cabo por esos dos críticos y por otros hábiles eruditos, y especialmente por Scholz. Los materiales aumentaron, y aparecieron multitud de teorías. Mucho de lo que era impreciso y elemental se entremezcló con la promesa de que en el futuro se probaría más satisfactoriamente.

III. El líder en la siguiente etapa fue Lachmann, quien comenzó a descartar las lecturas del Texto Recibido, suponiendo que éste únicamente tenia dos siglos de antigüedad. Como las autoridades eran inconvenientemente innumerables, limitó su atención a los pocos que concordaban con los unciales más antiguos conocidos en el momento, es decir, el llamado L (Regius de París), uno o dos otros fragmentos de unciales, unos pocos de cursivos, unos manuscritos de la Antigua Latina, y un número reducido de Padres antiguos, reuniendo normalmente unos seis o siete en total para cada lectura individual. Tischendorf, el descubridor de Alef, el hermano gemelo de B, y cotejador de un gran número de manuscritos, siguió a Lachmann en lo principal, como también lo hizo Tregelles. Y el Dr. Hort, quien, con el obispo Westcott, comenzó a teorizar y trabajar cuando la influencia de Lachmann estaba en su punto más alto, en una muy ingeniosa y elaborada Introducción defendió los dos unciales más antiguos -especialmente B- y su reducido número de seguidores. Admitiendo que el Texto Recibido es, tan antiguo, como de mediados del siglo IV, Hort argumentó que estaba separado por más de dos siglos y medio de los autógrafos originales y que, de hecho, tomó importancia en Antioquía, por lo que debería llamarse “Sírio”, a pesar de reconocer que era el predominante desde finales del siglo IV. El llamó “Texto Neutral” a las lecturas de las que B y Alef eran los principales exponentes, y sostuvo que ese texto podía remontarse hasta los genuinos autógrafos.4

IV. He colocado en último lugar los inicios de la escuela opuesta como evidenciando signos de incipiente madurez científica, no porque admitamos que ellos la evidencien, que no es el caso, sino debido a sus méritos intrínsecos, que serán desarrollados en este volumen, y a la adición inmensa hecha recientemente de autoridades a nuestro depósito, como también a la influencia indirecta ejercida recientemente por los descubrimientos alcanzados en otras procedencias.5 Ciertamente, se busca establecer una mayor provisión de autoridades válidas, y un método más acertado para usarlas. Los líderes que han defendido este sistema han sido: el Dr. Scrivener, en un grado limitado, y especialmente John Burgon. Debe entenderse, en primer lugar, que nosotros no abogamos por la perfección del Textus Receptus. Nosotros reconocemos que requiere revisión aquí y allí. En el texto que dejó John Burgon,6 se sugieren alrededor de 150 correcciones solamente en el Evangelio de Mateo. Lo que nosotros defendemos es el Texto Tradicional, remontándolo a las épocas más antiguas de las cuales no tenemos ningún registro. Confiamos en el testimonio completo y la visión más clara de toda la evidencia. En humilde dependencia de Dios el Espíritu Santo, quien, afirmamos, ha multiplicado los testimonios a lo largo de las edades de la Iglesia, y cuya causa creemos defender, solemnemente requerimos a los muchos estudiantes de la Biblia, que actualmente están firmemente en pos de la verdad, sopesar sin prejuicio lo que decimos, orando que ello pueda contribuir en algo al establecimiento de las verdaderas expresiones empleadas en la genuina Palabra de Dios.

Notas:
1Ver Jerónimo, Epist. 34 (Migne, XXII, p. 448). El códice V de Filón tiene la siguiente inscripción: Eªzø› ®pskopoq ®n svmatoiq anene√sato, que quiere decir: transcrito de papiro a pergamino. Edición de Filón de Leopold Cohn, De Opiticiis Mundi, Bratislava, 1889.
2ver mi Guide to the Textual Criticism of the New Testament, pp. 7-37. George Bell and Sons, 1886.
3Para una estimación de la gran labor de Tischendorf, ver el artículo sobre el Testamento Griego de Tischendorf en Quaterly Review, julio de 1895.
4 La teoría del Dr. Hort, que es generalmente mantenida para suplir la explicación filosófica de los principios mantenidos por la escuela crítica que apoya a B y a como las fuentes preeminentes del texto correcto, puede ser estudiada en su Introducción. También es explicada y refutada en mi Guide to the Textual, pp. 38-59; y ha sido poderosamente refutada por John Burgon en The Revision revised, artículo III, o en el nº 306 del Quaterly Review, sin réplica.
5Quaterly Review, julio de 1895, “Tischendorf´s Greek Testament”.
6ver Prefacio.



ARGUMENTOS PRELIMINARES

Importancia del tema; necesidad de una nueva avance y franqueza en la investigación
En las siguientes páginas propongo discutir un problema de la mayor dignidad e importancia:1 ¿sobre qué principios se determinará el verdadero texto de las Escrituras del Nuevo Testamento? Mi tema es el texto griego de estas Escrituras, particularmente de los cuatro Evangelios; mi propósito, el establecimiento de ese texto sobre una base inteligible y digna de confianza.
Antes de 1880 no conocemos la existencia de ningún principio establecido, lo prueba el hecho de que los críticos más famosos no sólo difirieron considerablemente entre ellos, sino también en ellos mismos. Hasta entonces todo en este campo fue empirismo. De vez en cuando aparecía una sección, un capítulo, un artículo, un panfleto, un ensayo tentativo, y algunos de ellos eran excelentes en su género. Pero nosotros necesitamos algo mucho más metódico, argumentado y completo, que sea compatible con tan estrechos límites. Aún donde un relato de los hechos se ampliaba, ofreciendo mayor plenitud y exactitud, había la ausencia de un principio científico suficiente para guiar a los estudiantes a tomar una determinación satisfactoria y sólida de tan difíciles cuestiones. Las últimas dos ediciones de Tischendorf difieren entre sí al menos en 3.572 detalles. En 1872 contradijo en cada página lo que en 1859 había ofrecido como el resultado de su meditada opinión. Cada uno, para hablar claramente, fuese un experto o un mero principiante, se consideraba competente para sentenciar sobre cualquier lectura reciente que se presentase a su consideración. Fuimos informados que “según todos los principios de la sana crítica”, esta palabra debía ser conservadas y la otra rechazada. Pero hasta la aparición de la disertación del Dr. Hort, nadie fue tan amable de decirnos cuáles eran los principios a los que se referían, mediante la aplicación fiel de los cuales llegaríamos por nosotros mismos al mismo resultado. Y la teoría de Hort, como mostraremos más adelante, implica la violación de demasiados principios generalmente aceptados, y está desprovista de algo que la pruebe, para alcanzar una aceptación universal. En realidad, es fácilmente verificable el evidente antagonismo que mantiene con el juicio pronunciado por la Iglesia a lo largo de las edades, y que en muchos aspectos no concuerda con las enseñanzas de los críticos más célebres que le precedieron.
Confío que se me perdonará si, en el curso de la presente investigación, me aventuro a salir del camino trillado, y a llevar hacia adelante a mis lectores en un estilo algo más humilde que el que ha sido habitual por mis predecesores. Cada vez que han entrado a considerar los principios, siempre han empezado estableciendo un conjunto de proposiciones sobre la base de su propia autoridad, algunas de las cuales, lejos de ser axiomáticas, son repugnantes a nuestro juicio, y son halladas falsas en la manera en que se presentan. Es verdad que yo también tendré que empezar pidiendo la aceptación de algunas posiciones fundamentales, pero me aventuro a prometer que todas ellas son evidentes por si solas. Estaré muy equivocado si ellas tampoco nos llevan a unos resultados muy diferentes de aquéllos que han sido recientemente favorecidos por muchos de los escritores y maestros más avanzados.
Ante todo pido a cada lector juicioso que se esfuerce para aproximarse a este tema con una actitud imparcial. Sería irrazonable esperar que tendrá éxito en despojarse de todas las nociones preconcebidas acerca de lo que es o no probable; pero le invito al menos a ser tan imparcial como le sea posible, para estar dispuesto a dejarlas si en cualquier momento se le demuestra que están fundamentadas sobre un error; y a tomar la decisión de no asumir como garantizado nada que admita ser probado como verdadero o falso. Y, para enfrentar una objeción que seguramente se hará contra mí, cuando digo “probar evidentemente” únicamente me refiero a lo más próximo a una demostración que sea factible sobre esta cuestión.
Así, pido que, excepto que se pueda probar de alguna manera, no se tome como un hecho que una copia del Nuevo Testamento escrita en el siglo IV o V presentará un texto más fidedigno que una escrita en el XI o XII. Que efectivamente, entre dos documentos antiguos se espere que el más antiguo pueda razonablemente ser el más fidedigno, no quiero discutirlo, ni lo discutiré aquí; aunque la probabilidad que sea así no es axiomática. No se encontrará, me atrevo a decir, que en la mayoría de las veces una copia del siglo XIV de los Evangelios puede exhibir la verdad de la Escritura, mientras que la copia del siglo IV demuestre ser siempre la depositaria de un texto fabricado. Sólo pido que, hasta que el asunto se haya investigado completamente, los hombres suspendan su juicio sobre este punto: no tomando como un hecho nada que necesite ser comprobado, y no considerando algo como ciertamente verdadero o falso hasta que se demuestre que es así.

La crítica textual sagrada difiere de la profana; el Nuevo Testamento atacado desde el principio
Lo que distingue la ciencia sagrada, de toda otra ciencia que podamos mencionar, es que ésta es Divina, y tiene que ver con un Libro que es inspirado, el verdadero autor del cual es Dios. Es por esto que nosotros asumimos que la Biblia debe ser tomada como inspirada, y no considerarla al mismo nivel que los libros orientales que son considerados sagrados por sus devotos. Es principalmente por no advertir esta circunstancia, que prevalecen conceptos falsos en el campo de la ciencia sagrada conocido como “crítica textual”. Aunque son conscientes de que el Nuevo Testamento no es como cualquier otro libro en su origen, su contenido, su historia, muchos críticos actuales se permiten, no obstante, discurrir acerca de su Texto, como si no abrigaran la sospecha de que las palabras y frases de las que está compuesto estuvieran señaladas para experimentar un destino extraordinario. No están dispuestos a conceder que influencias de un tipo completamente diferente a las que la literatura profana está familiarizada se han hecho sentir en este campo, y, por consiguiente, que aun aquellos principios de crítica textual que los autores profanos consideran fundamentales son a menudo inadecuados en este caso.
Es imposible que todo esto pueda ser captado demasiado claramente. De hecho, a menos que los que se dedican al estudio de las palabras del Nuevo Testamento, estén convencidos de que se mueven en un terreno diferente, en el que les esperan fenómenos únicos a cada paso, y en el que hace mil setecientos cincuenta años causas corruptoras desconocidas en cualquier otro campo del conocimiento actuaron enérgicamente, no puede hacerse progresos reales en éste debate. Los hombres deben, por todos los medios, librar sus mentes de los prejuicios que produce el estudio de la literatura profana. Permítame explicar esta cuestión un poco más detalladamente, y establecer la racionalidad de lo anterior mediante algunas consideraciones simples que deben, creo, convencer. No ofreceré opiniones, únicamente apelaré a ciertos hechos innegables. Lo que yo desapruebo, no es el uso discriminado de una crítica respetuosa, sino el confundir torpemente puntos esencialmente diferentes.
En cuanto se reconoció la obra de los Apóstoles y Evangelistas como la necesaria contraparte y el complemento de las antiguas Escrituras de Dios, y conformó el “Nuevo Testamento”, se encontró que el mundo la recibió de una manera muy similar a como lo hizo con Aquél que es el tema de sus páginas. Calumnia y tergiversación, persecución y odio asesino, le asaltaron a continuamente. Y lo mismo les sucedió a la Palabra escrita, desde el principio fue vergonzosamente manipulada por los hombres. No sólo fue oscurecida por la debilidad y la equivocación humana, sino que también se volvió el objeto de una malicia incesante y de ataques implacables. Marción, Valentín, Basílides, Heracleón, Menandro, Asclepíades, Teodoto, Hermófilo, Apolónides y otros herejes adaptaron los Evangelios a sus propias ideas. Taciano, y después Amonio, confundieron con sus intentos por armonizar los cuatro Evangelios, o Diatesarón,2 o haciendo un intrincado arreglo por secciones, trayendo como resultado que las palabras de un Evangelio se asimilaron a las de otro. 3 La falta de familiaridad con las sagradas Palabras en las primeras épocas, el descuido de los escribas, la enseñanza incompetente y la ignorancia del griego en Occidente, llevaron a la posterior corrupción del Texto Sagrado. Luego, debido a la existencia de un gran número de copias corruptas, surgió la necesidad de una recensión, que fue realizado por Orígenes y su escuela. Esta fue una fatal necesidad, que se hizo sentir en una época en que los principios básicos de la ciencia no eran entendidos; porque “corregir” fue demasiado frecuentemente en aquellos días otra palabra para “corromper”. Y esto es lo primero que debe ser brevemente explicado y afirmado: pero más de un contrapeso fue provisto bajo la soberana providencia de Dios.

El predominio de la providencia; condiciones únicas y abrumadora masa de evidencia
Antes de que nuestro Señor ascendiera al Cielo dijo a Sus discípulos que les enviaría el Espíritu Santo, quien lo supliría y moraría con su Iglesia para siempre. Agregó la promesa de que la función de ese Espíritu inspirador no sería sólo la de recordarles3 todas las cosas que les había dicho,4 sino también la de “guiar” a Su Iglesia “a toda la verdad” o completamente a la verdad.5 En consecuencia, el primer gran logro de aquel tiempo fue cumplido al proveer a la Iglesia de las Escrituras del Nuevo Testamento, en las que la enseñanza autorizada fue sagradamente preservada en forma escrita. Y primero, guiándolos para discernir, de entre aquellos muchos evangelios sobre los que personas incompetentes habían “puesto sus manos” para escribir o compilar de entre mucho material flotante de naturaleza oral o escrita, cuatro que eran completamente diferentes del resto, aquellos que eran la verdadera Palabra de Dios.
Por tanto no existe razón alguna para suponer que el Agente Divino, que primeramente dio a la humanidad las Escrituras de verdad, inmediatamente abdicara en su función, no tuviera ningún cuidado posterior por su obra y abandonara esos preciados escritos a su suerte. Que un milagro perpetuo se produjera para su preservación –que los copistas fueran protegidos del riesgo de error, o del mal, prevenidos de adulterar vergonzosamente las copias del Depósito–, se presume que nadie puede ser tan poco razonable como para suponerlo. Pero es algo completamente diferente afirmar que durante todas las edades las Sagradas Escrituras necesariamente deben haber sido el especial cuidado de Dios; que la Iglesia bajo su acción las ha vigilado con inteligencia y habilidad; que ha reconocido que copias exhibían un texto fabricado, y cuales fueron honestamente transcritas; generalmente avalando una y desaprobado las otras. Estoy muy poco dispuesto a creer –parece tan groseramente improbable– que después de 1800 años 995 copias de cada 1000, supongamos, se compruebe que son poco fiables; y que, contrariamente, las una, dos, tres, cuatro o cinco que restan, cuyos contenidos eran hasta ayer tan buenos como desconocidos, se encuentre que han preservado el secreto de lo que el Espíritu Santo inspiró originalmente. Soy absolutamente incapaz de creer, en resumen, que la promesa de Dios haya fallado tan completamente, que después de 1800 años mucho del texto del Evangelio debió de hecho ser sacado de un cesto de papeles por un crítico alemán en el convento de Santa Catalina; y que todo el texto tuvo que ser remodelando según el modelo fijado por un par de copias que habían permanecido abandonadas durante quince siglos, y que probablemente debían su supervivencia a dicho abandono, mientras cientos de otras habían sido usadas hasta hacerse pedazos, y habían legado su testimonio a las copias que si hicieron de ellas.
He dicho lo anterior pensando en las personas que simpatizan con mi creencia. Para otros será necesario presentar el argumento de una manera diferente. Recuérdese, que en los primeros tiempos existió gran abundancia de copias; que en la Iglesia siempre se sintió la necesidad cuidar celosamente las Santas Escrituras; que sólo de la Iglesia hemos aprendido cuáles son los libros de la Biblia y cuáles no lo son; que en la época en la que el canon fue fijado, y en la que se presume por muchos críticos que se introdujo un texto adulterado, la mayoría de los intelectuales del Imperio Romano se encontraba dentro de la Iglesia, y se dedicaron a las cuestiones discutidas; que en las edades que siguieron el arte de transcribir alcanzó un gran nivel de perfección; y que el veredicto de los diversos períodos desde la producción de aquellos dos manuscritos ha sido hasta hace pocos años a favor del Texto que ha sido transmitido en sucesión. Se ha de tener presente que el testimonio no ha sido sólo de todas las edades, sino también de todos los países; y como mínimo se presentará una presunción tan fuerte a favor del Texto Tradicional, que ciertamente se necesita una poderosa argumentación para alterarla. Este no puede ser derrotado por teorías fundamentadas en consideraciones internas -frecuentemente llamadas de otra manera por gustos personales-, o por simpatías o antipatías eruditas, o por recensiones ficticias, o por cualquier selección arbitraria de manuscritos favoritos, o por una división forzada de las autoridades en familias o grupos, o por una aplicación deformada del principio de genealogía. En la determinación de lo que constituye el Texto Sagrado, debe seguirse estrictamente las leyes de la evidencia. En cuestiones relacionadas con la Palabra inspirada no tienen lugar la mera especulación ni la irracionalidad. En resumen, el Texto Tradicional, establecido sobre la inmensa mayoría de autoridades y sobre la Roca de la Iglesia de Cristo, será considerado, tras su examen sin comparación, superior a un texto del siglo XIX, independientemente de la habilidad e ingeniosidad que se pueda usar en su elaboración o defensa.

La autoridad de la Iglesia; la admisión de Hort; existencia y transmisión del Texto Recibido
¿Porque todavía nunca se ha prestado la debida atención a una circunstancia que, debidamente entendida, abriría una gran vía para establecer el texto de las Escrituras del Nuevo Testamento sobre una base sólida? Me refiero al hecho de que una cierta exhibición del Texto Sagrado -la exhibición de éste con la que estamos todos tan familiarizados- descansa sobre la autoridad eclesiástica. Generalmente hablando, el Texto Tradicional de las Escrituras del Nuevo Testamento, así como el canon del Nuevo Testamento, descansa sobre la autoridad de la Iglesia Universal. “Nos guste o no” (comentó un erudito escritor del primer cuarto del siglo XIX), “el presente canon del Nuevo Testamento es, ni más ni menos, el que validaron los obispos cristianos ortodoxos, y no sólo los del siglo I o II, sino también los del III y IV, e incluso de los siguientes.6 De igual manera, independientemente de que los hombres lo quieran o no, es un hecho evidente que el Texto griego Tradicional del Nuevo Testamento es ni más ni menos que el que validaron los obispos cristianos griegos ortodoxos, y si no como nosotros sostenemos durante los siglos I, II o III, es indiscutible que lo fue en los IV y V, e incluso los siguientes. Felizmente, la cuestión es un punto sobre el cual los discípulos más avanzados de la escuela moderna están completamente de acuerdo con nosotros. El Dr. Hort declara que “el texto fundamental de los manuscritos griegos tardíos existentes, en general y más allá de toda duda, es idéntico al texto dominante Antioqueño o Greco-sirio de la segunda mitad del siglo IV. La mayoría de los manuscritos existentes, escritos entre el siglo III o IV y el X u XI, debieron haber tenido en el mayor número de las variaciones existentes un original común contemporáneo con nuestros manuscritos más antiguos, o aún más antiguo que ellos”.7 Y añade, “Antes de finales del siglo IV, como hemos dicho, un texto griego no diferente al texto casi universal del siglo IX y de la Edad Media era el dominante, probablemente por mandato, en Antioquía, y ejerció mucha influencia en otras partes”.8 La mención de “Antioquía” es característico del escritor, completamente arbitrario. Un solo Texto Tradicional, excepto comparativamente en pocos detalles, ha prevalecido en la Iglesia desde el principio hasta ahora. Es especialmente merecedora de atención la admisión de que el Texto en cuestión es del siglo IV, al que también pertenecen los dos más antiguos de nuestros códices sagrados (B y Alef). Se observa el mismo fenómeno en los leccionarios de la Iglesia. Ellos han prevalecido en acuerdo ininterrumpido desde tiempos muy antiguos, probablemente desde los días de Crisóstomo,9 y han mantenido sin cambio, en lo principal, la forma de las palabras con las que fueron moldeados originalmente en el “invariable Oriente”.
Y ciertamente, el problema se presenta ante nosotros (¡Dios sea alabado!) en un forma singularmente conveniente, singularmente inteligible. Desde el siglo XVI -también lo debemos a la buena providencia de Dios- un mismo texto de las Escrituras del Nuevo Testamento ha sido generalmente recibido. No lo digo en defensa del “Textus Receptus”, simplemente estoy declarando el hecho de su existencia. Que éste no tiene una autoridad obligatoria, más aún, que requiere experta revisión en cada parte, es admitido libremente. No creo que éste sea completamente idéntico al verdadero Texto Tradicional. Su existencia, no obstante, es un hecho del cual no podemos escapar. Felizmente, la cristiandad occidental ha estado satisfecha empleando el mismo texto por más de trescientos años. Si se objeta, como probablemente se hará: “¿Entonces usted piensa confiar en los cinco manuscritos usados por Erasmo?”; yo responderé que las copias empleadas fueron seleccionadas porque se sabía que representaban con exactitud la Palabra sagrada; que el origen del texto fue evidentemente defendido con celoso cuidado, así como fue preservada la genealogía humana de nuestro Señor; que éste descansa principalmente en el más amplio testimonio; y que allí donde de éste discrepa con la evidencia mayoritaria, allí creo que requiere corrección.
La pregunta que se plantea entonces, y que necesariamente debe ser contestada afirmativamente antes de que una sola sílaba del texto actual sea cambiada, siempre será la misma: ¿Es seguro que la evidencia en favor de la nueva lectura propuesta es suficiente para autorizar la innovación? Porque confío que todos estaremos de acuerdo en que ante la ausencia de una respuesta afirmativa a esta pregunta, el texto no puede ser alterado en ninguna manera. Acertada o equivocadamente ha tenido la aprobación de la cristiandad occidental durante tres siglos, y actualmente domina el campo. Por consiguiente, el asunto que tenemos ante nosotros lo podríamos formular así: ¿Qué consideraciones han de determinar nuestra aceptación de una lectura que no esté en el Texto Recibido? o, para decirlo de una manera más general y básica: ¿Cuales determinarán nuestra preferencia de una lectura sobre otra? Porque hasta que se llegue a alguna clase de entendimiento sobre este punto, el progreso es imposible. No puede haber una crítica textual científica, y por consiguiente, no puede haber seguridad sobre la Palabra inspirada, mientras el juicio subjetivo –que fácilmente puede degenerar en un capricho personal– pueda determinar las lecturas que se han de rechazar y las que se han de retener.
En el siguiente capítulo discutiré los principios que deben formar el fundamento de esta ciencia. Entretanto, son necesarias algunas palabras para explicar el problema existente entre mí y aquellos críticos con quienes soy incapaz de concordar. Debo, si puedo, llegar a algún entendimiento con ellos; y usaré toda la claridad del lenguaje para que puedan ser completamente entendidas mi posición e intenciones.

La cuestión de la mayoría frente a la minoría; el alegato de la antigüedad de la minoría es virtualmente la pretensión de una sutil intuición; imposibilidad de un compromiso
Aunque pueda parecer extraño, es innegablemente cierto que toda la controversia puede reducirse al siguiente asunto en concreto: ¿Mora la verdad del Texto de las Escrituras en la gran multitud de copias, unciales y cursivas, entre las cuales nada hay más notable que el maravilloso acuerdo que existe entre ellas? O, ¿es preferible suponer que la verdad reside exclusivamente en un muy pequeño grupo de manuscritos, los cuales a la vez difieren de la gran masa de testigos, y -es extraño decirlo- también entre ellos mismos?
Los defensores del Texto Tradicional propugnan que el consenso sin concierto de tantos cientos de copias, realizadas por personas diferentes, en momentos diversos, en regiones de la Iglesia ampliamente separadas, es una prueba que indica su fidelidad, que nada puede invalidar a menos que haya alguna clase de demostración de que son guías poco fiables.
Los defensores de los antiguos unciales –porque ése es el texto exhibido por uno o más de los cinco códices unciales conocidos como B, Alef, A, C y D que se establecido con tanta confianza– están obligados a clamar que la verdad debe residir exclusivamente en los objetos de su elección. Parece que basan su pretensión en la “antigüedad”, pero la verdadera confianza de muchos de ellos yace en la pretensión de una sutil intuición que les permite reconocer una lectura verdadera o el texto verdadero cuando lo ven. No es extraño que no impresione a tales críticos que aprueban algo que debe ser demostrado. Sea como fuera, el hecho es que lecturas fundadas exclusivamente en el códice B, o en el códice Alef, o en el códice D son a veces adoptadas como correctas. Ni el códice A ni el códice C nunca les inspiran una confianza similar. Pero el consentimiento como testigos, de ambos o de uno de los dos, siempre es aceptable. Ahora bien, es notable que los cinco códices mencionados nunca se han hallado, a menos que esté equivocado, del todo de acuerdo.
Esta cuestión se discutirá más ampliamente en el siguiente tratado. Aquí sólo es necesario insistir adicionalmente sobre el hecho que, hablando en general, es imposible el compromiso sobre estos asuntos. La mayoría de la gente actualmente se inclina a destacar ante cualquier controversia que la verdad reside entre los dos combatientes (y a la mayoría nos gustaría encontrar a nuestros oponentes a medio camino). La presente disputa desafortunadamente no admite tal decisión. El conocimiento real de los numerosos puntos en cuestión revela la imposibilidad de tomar una resolución como esta. Esto depende, no de la actitud, o el temperamento, o la inteligencia de los partidos enfrentados: sino sobre los rígidos e incompatibles elementos de la materia de la disputa. Por mucho que podamos lamentarlo, lo cierto es que no hay otra solución.
De hecho sólo existen dos escuelas rivales de crítica textual. Y éstas tienen posiciones opuestas e irreconciliables. Al final, una de las dos tendrá que claudicar: y, ¡ay de los vencidos!, la rendición incondicional será su único recurso. Cuando una sea reconocida como la correcta, no se encontrará lugar para la otra. Tendrá que ser quitada de la atención como una cosa absoluta y desesperadamente errónea.10




Notas:
1Llama la atención que en campos en los que esperaríamos un procedimiento más científico, la importancia de la crítica textual del Nuevo Testamento es menospreciada, sosteniendo que la doctrina teológica puede establecerse en base a otros pasajes diferentes de aquéllos cuyo texto ha sido impugnado por la escuela destructiva. Sin embargo: (a) en todos los casos la consideración del texto por un autor debe forzosamente preceder a la consideración de inferencias desde el texto -la baja crítica se debe fundamentar en la alta crítica; (b) los pasajes confirmatorios no pueden dejarse de lado ante cualquier ataque a la doctrina; (c) la Sagrada Escritura es demasiado única y preciosa para admitir que el estudio de las diversas palabras de ésta sea interesante en lugar de importante; (d) muchos de los pasajes que la crítica moderna borraría o pondría bajo sospecha -como los últimos doce versículos de Marcos, la primera palabra desde la Cruz, y la estremecedora descripción de la profundidad de su agonía, además de muchos otros- son extremadamente valiosos; y, (e) generalmente hablando, es imposible pronunciar, sobre todo en medio del pensamiento y la vida bullendo por todas partes en derredor nuestro, qué parte de Sagrada Escritura no es, o puede no demostrar ser, de la mayor importancia e interés. E. M.
2N.T.: El Diatesarón era una pretendida armonización de los cuatro Evangelios en uno solo
3Ver volumen II, y un pasaje notable citado de Caius o Gaius por John Burgon en The Revision Revised (Quarterly Review, nº 306, pp. 323-324).
4Juan 14:26.
5Juan 16:13.
6Sermón del pastor John Oxlee sobre Lucas 22:28-30 (1821), p. 91 (Tree Sermons on the power, origin, and succession of the Christian Hierarchy, and especially that of the Church of England).
7Westcott y Hort, Introduction, p. 92.
8Ibíd p. 142.
9Scrivener, F. A. H. A Plain Introduction to the Criticism of the New Testament (4ª edición de Miller), vol. I, pp. 75-76.
10Por supuesto que este incisivo pasaje sólo se refiere a los principios de la escuela que fracase. Una escuela puede dejar frutos de investigación muy valiosos, y no obstante estar absolutamente equivocada acerca de las inferencias implicadas en tales y cuales hechos, John Burgon lo admitió ampliamente. El siguiente extracto de uno de los muchos artículos sueltos dejados por el autor se añade por su interés tanto ilustrativo como personal: “Así como todos los presentes detalles deben ser muy familiares para aquellos que han hecho de la crítica textual su objeto de estudio, ellos de ninguna manera pueden ser detenidos. No me estoy dirigiendo sólo a personas eruditas. Me propongo, antes de abandonar mi pluma, hacer participantes a las personas educadas, allí donde se encuentren, de mi profunda convicción de que es posible para la mayoría tener certeza sobre este tema; y al contrario, que los decretos de esa popular escuela -a la cabeza de la cual se levantan muchos de los grandes críticos de la cristiandad- son totalmente erróneos. Fundadas, como me atrevo a pensar, en premisas completamente falsas, todas sus conclusiones casi invariablemente están equivocadas. Y sostengo que esto es demostrable; y me propongo en las páginas siguientes establecerlo. Si no tengo éxito, pagaré la pena de mi presunción y necedad. Pero si tengo éxito -y deseo que mis jueces sean juristas y personas expertas en las leyes de la evidencia, o por lo menos a personas pensantes e imparciales, allí donde se encuentren, y no a otros-, si establezco mi posición, digo, permítase que el hijo de mi padre y de mi madre sea recordado amablemente por la Iglesia de Cristo cuando él haya partido de aquí”

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